
Era uno de esos días en que el calor no solo se sentía en la piel, sino también en la mente. Llevaba todo el día con ella rondándome la cabeza. No por lo que dijo, ni por lo que hizo… sino por cómo se mordía el labio mientras me veía con esa mirada que, puta madre, me desarma.
Me recosté en la cama, sin camisa, el ventilador girando lento y sin ganas. Cerré los ojos, y ahí estaba ella de nuevo: con ese vestido ajustado, los muslos cruzados y su voz diciendo mi nombre como si fuera una promesa.
Mi mano ya sabía el camino. Acaricié mi abdomen, bajando despacio, sintiendo cómo la respiración se me volvía más pesada. Lo hice sin prisa, porque esto era mío. No había nadie mirando, pero el placer era tan real como si estuviera allí, frente a mí, con la lengua entre los dientes y las piernas abiertas.
Pensé en sus mensajes, en los audios que me mandaba en la madrugada cuando decía que se tocaba pensando en mí. ¡Dios! Eso bastó. Me sujeté fuerte, la palma caliente, el pulso latiendo justo ahí donde más la deseaba. Empecé a moverme, lento primero, apretando los dientes, sintiendo cada centímetro endurecerse como si la tuviera cerca, como si me montara y me susurrara al oído que le encanta verme perder el control.
Gemí su nombre, bajito, con los ojos cerrados, con la espalda arqueada por el placer que subía desde las piernas. Mis dedos se aferraron a las sábanas, y en mi cabeza ella no paraba de gemir, de suplicar que no me detuviera.
Un último movimiento, más firme, más profundo… y lo solté todo. El cuerpo entero vibró, temblé como si realmente la tuviera encima. Respiré hondo, mi mano aún descansando sobre mi miembro, caliente, palpitante.
Me reí bajito. No la tenía, pero me bastaba conmigo. Hoy, al menos, me bastaba yo.