Llámame Señor

Cuando leí su primer mensaje, supe que no era como los demás.
No me pidió una foto, ni me preguntó si estaba sola.
Solo escribió:
“Si te atreves, estarás a mis pies. Si no, bloquea este número.”

Me tomó dos días responder.
Y un suspiro.
Y una fantasía que me calentó más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Esa noche me citó en su apartamento.
“Lleva ropa interior negra. Nada más. Y no hables cuando entres.”
Obedecí sin saber por qué. El deseo tenía más peso que el miedo.
Me puse el conjunto de encaje que nunca usaba.
El que me hacía sentir peligrosa.

Cuando abrió la puerta, no dijo una palabra.
Me miró de arriba abajo, con esa mezcla de hambre y control.
Era mayor que yo, seguro, firme.
Con una camisa negra, el primer botón desabrochado, y una copa de vino en la mano.
Me hizo entrar. Cerró la puerta.
Y me quitó la vista durante cinco eternos minutos.

—Arrodíllate.
Fue su primera orden.
Mi cuerpo respondió antes que mi mente.

No había nada sucio en su tono.
Era autoritario, sí.
Pero exquisitamente sensual.
Como si cada palabra me desnudara más que su mirada.

Puso una cinta de seda sobre mis ojos.
Me vendó sin tocarme el rostro.
Solo su aliento cerca del cuello.
—Aquí no se suplica —susurró—. Se obedece.

Mis pezones se endurecieron al instante.

Me hizo caminar con lentitud hasta el centro de la sala, donde había una alfombra suave bajo mis rodillas.
Allí esperé.
Con los ojos cubiertos.
Los oídos atentos.
Y el corazón latiendo como si supiera que iba a romperse.

Escuché pasos.
Una hebilla de cinturón.
El chasquido seco del cuero contra su palma.

—¿Tienes miedo?
Negué con la cabeza.
—¿Tienes ganas?
—Sí… Señor.

La primera palmada no fue sobre mi piel, sino sobre el aire.
Un sonido que me preparó.
Me abrió.
Me encendió.

Después sí.
Un golpe firme sobre mis nalgas.
Otro.
Y otro.
Cada uno con la intención de marcar, pero no lastimar.
Mi piel ardía, pero mi entrepierna goteaba.
No entendía cómo algo tan fuerte podía ser tan delicioso.
Pero lo era.
Y lo necesitaba.

Me ató las muñecas con cuerdas suaves.
Tiró de mí con delicadeza, hasta dejarme inclinada sobre el sillón.
Mi rostro tocaba el terciopelo.
Mis rodillas seguían sobre la alfombra.
Mis piernas abiertas, completamente expuestas.

Él se agachó detrás de mí.
Deslizó sus dedos entre mis labios mojados.
—Estás hecha un desastre —murmuró—. Te gusta que te dominen, ¿verdad?
—Sí, Señor.
—Dilo más fuerte.
—¡Sí, Señor!

Su lengua me tocó de repente.
Lenta.
Sabia.
Cruel.
Me devoró como si quisiera castigarme por disfrutarlo.
Y yo gemí como si me rompieran en pedazos deliciosos.

Me hizo rogar por su entrada.
Me hizo esperar.
Me castigó otra vez, con su mano firme, mientras su otra mano me masturbaba hasta dejarme temblando.

—No vas a terminar hasta que yo lo diga.
—Por favor…
—No te he dado permiso.

Quería gritar.
Quería mi orgasmo.
Quería obedecerlo.

Cuando por fin me tomó, lo hizo de pie, fuerte, profundo.
Me empujaba como si marcara su nombre en mí.
Yo jadeaba, lloraba, reía.
Mi cuerpo era suyo.
Mi deseo también.

—Ahora.
Y ese “ahora” fue el final y el principio de todo.
Me vine con un gemido desgarrado, largo, eterno.
Él lo sintió.
Se vino dentro de mí como un dueño satisfecho.

Caí de lado.
Él me abrazó.
Me desató con cuidado.
Me quitó la venda.
Y por primera vez, me besó en los labios.

—Buen trabajo, pequeña.
—Gracias, Señor.

Y dormí como nunca.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll to Top