
Afuera llovía como si el mundo se estuviera deshaciendo. Las gotas golpeaban los cristales con furia, pero adentro… el silencio tenía otro ritmo. Uno más lento. Más húmedo. Más mío.
Me recosté en la cama con una copa de vino a medio terminar. Tenía las piernas aún tibias por la ducha, el cabello húmedo cayéndome sobre los hombros y esa sensación que solo aparece cuando sabes que nadie te va a interrumpir.
No era la primera vez que lo hacía, pero sí una de las que más lo necesitaba.
Llevaba días imaginándolo. Fantaseando con sus dedos —ni siquiera los míos—, con su boca, con su forma de mirarme como si yo fuera algo más que solo una mujer bonita.
Pero esta noche no lo tenía a él. Solo me tenía a mí. Y no pensaba dejar esa fantasía en pausa.
Me dejé caer entre las sábanas, esas blancas de lino que rozaban la piel como si fueran caricias sutiles. Cerré los ojos. Pensé en sus manos, en cómo me agarraba de la cintura cuando me besaba con hambre. Me imaginé sentada en su regazo, sus dedos deslizándose por debajo de mi ropa interior… pero eran los míos los que hacían el recorrido esta vez.
Suspiré.
No tenía prisa. Me toqué por fuera de la tanga de encaje negro, rozando apenas, como si me estuviera descubriendo por primera vez. La tela húmeda me arrancó un gemido suave. Lento. Ahogado. Me arqueé. Me quité la tanga despacio. Con una mano en el pecho, acariciándome los pezones endurecidos. Con la otra… encontrando mi ritmo.
Primero fue un roce. Luego una presión más firme. Mis dedos sabían exactamente qué hacer. Se movían en círculos suaves, buscando el punto exacto donde el placer se convertía en necesidad.
—Dios… —susurré al techo, con los ojos cerrados, el corazón acelerado.
Pensé en su voz. En cómo me decía “mírame” cuando me tenía al borde. En su aliento contra mi cuello. En su olor a madera y piel. Me hundí los dedos con suavidad, sintiendo cómo mi cuerpo se abría. Mis caderas se movieron solas, buscando más, buscando todo.
La humedad era pura lujuria. Mis jadeos llenaban la habitación. Me mordí los labios, sintiéndome libre, viva… salvajemente mujer.
Mi cuerpo tembló cuando el orgasmo me alcanzó. Como una ola caliente que te arrastra sin permiso. Mi espalda se arqueó, mis piernas se tensaron. Me dejé ir. Entera. Desnuda. Sin culpa.
Caí de nuevo entre las sábanas, respirando como si hubiera corrido kilómetros. Sonreí.
Nadie me tocó esta noche. Y aun así… me sentí más deseada que nunca.