Marina había perdido la cuenta de cuántos hoteles había pisado en los últimos años. Todos con camas grandes y vacías, alfombras grises, recepcionistas sonrientes y la misma sensación de tránsito. Pero al cruzar el umbral del Hotel Rosé, algo le hizo detenerse. Era distinto. Desde el aroma suave a jazmín en el aire, hasta el terciopelo oscuro de las paredes. Una energía distinta la acariciaba desde la recepción. Era como si ese lugar supiera que ella necesitaba una noche fuera de lo común.
La habitación 305 estaba en el ala más apartada del hotel. Subió sola, con la maleta en una mano y una copa de vino rosado que le habían ofrecido al hacer check-in. Al abrir la puerta, se encontró con un ambiente íntimo: luces tenues, cortinas color vino cerradas a medias y una cama que parecía invitarla a rendirse. Se quitó los tacones, se desabrochó lentamente la blusa y dejó que sus pies sintieran la suavidad de la alfombra. Esa noche no quería pensar en trabajo ni en deberes. Quería sentir.
Él apareció como si el destino lo hubiera traído justo a tiempo. Lo había visto más temprano en el vestíbulo. El tipo alto, de barba marcada, ojos oscuros y esa forma de caminar que parece arrastrar secretos. Intercambiaron una mirada, una sonrisa mínima. Nada más. Pero cuando la tocó en el hombro al pasar por su lado, ella supo que algo iba a pasar. Y lo deseó.
No hubo palabras cuando tocó a su puerta. Solo una pausa. Luego, Marina abrió. Él estaba allí, apoyado en el marco como si esa fuera su habitación. No preguntó si podía entrar. Ella tampoco lo invitó con palabras. Pero se hicieron a un lado el uno para el otro. Él se acercó con calma, tomó su rostro entre las manos y la besó como si supiera que llevaba meses sin ser besada así. La besó profundo, con hambre. Con lengua, con cuerpo, con deseo que no se disculpa.
Las manos de él buscaron su cintura, la empujaron hacia la pared. Ella jadeó, sintiendo el calor crecer entre sus muslos. Sus dedos se deslizaban bajo la falda, tocando su piel desnuda, rozando apenas la ropa interior hasta dejarla temblando. “No llevas sostén”, murmuró él, sonriendo contra su cuello. “No pensé que fuera necesario esta noche”, respondió ella, hundiendo las uñas en su espalda.
Él la desvistió como quien rasga un regalo, tirando la falda, bajando la tanga con los dientes, besando cada parte expuesta con devoción obscena. Marina se dejó hacer, rendida a esa boca que no pedía permiso. Le quitó la camisa a tirones, le abrió el cinturón con desesperación, y lo acarició con la mano llena, sintiendo su dureza temblar por ella. “Dios…”, susurró, al arrodillarse frente a él y tomarlo en su boca con la misma hambre que sentía desde que lo vio. Él cerró los ojos, apoyándose en la pared, acariciándole el cabello, gimiendo entre dientes.
Cuando la levantó en brazos, ella enredó las piernas alrededor de su cintura. Se besaron como si se odiaran. Como si fuera la última noche del mundo. La llevó hasta la cama y la dejó caer con suavidad, pero con autoridad. Él la miraba como si la poseyera con los ojos antes que con el cuerpo. Se desnudó por completo frente a ella. Era hermoso, intenso. Ella abrió las piernas despacio, ofreciéndose como un altar. “Quiero que me sientas hasta en los jadeos que provoque”, dijo, y él no dudó.
La penetración fue profunda y directa. Ella arqueó la espalda, gimiendo fuerte, aferrada a sus hombros. Él se movía con ritmo, con fuerza, sabiendo dónde tocar, cómo empujar, cuándo detenerse solo para torturarla un poco más. Cambiaron de posición, de ritmo, de latido. Ella sobre él, montándolo con la mirada clavada en la suya, los pechos rebotando al compás de sus embestidas. Luego de lado, luego de espaldas. No contaron las veces, ni el tiempo.
Sudaban, gemían, jadeaban como animales, pero todo era hermoso. Una coreografía del deseo que se entendía sola. Marina llegó al orgasmo una, dos, tres veces, con lágrimas en los ojos y la garganta seca. Él la siguió poco después, mordiéndole el cuello mientras se entregaba dentro de ella, temblando, diciendo su nombre con la voz rota.
Quedaron desnudos, exhaustos, abrazados bajo las sábanas suaves del Rosé. Afuera el mar rugía. Dentro, solo se escuchaban sus respiraciones volviendo a la calma. No hablaron mucho. Se besaron despacio, se acariciaron el alma con los dedos.
A la mañana siguiente, él ya no estaba. Solo una nota escrita con letra firme sobre la almohada:
“Gracias por no dejar que esta noche fuera como todas. Si alguna vez vuelvo al Hotel Rosé, será para buscarte.”
Marina sonrió. No buscaba promesas. Solo noches como esa.