
No era la primera vez que se veían, pero esa tarde todo parecía distinto. El silencio entre sorbo y sorbo de café no era incómodo, era una espera cargada de intención. Sus ojos se cruzaban y se esquivaban como si jugaran a un juego que ambos conocían, pero ninguno se atrevía a nombrar. Afuera llovía, y adentro también empezaba a llover deseo.
Ella se acercó a él para mostrarle algo en el celular, pero su perfume llegó primero. Se quedaron demasiado cerca, tanto que un suspiro se convirtió en invitación. Él no dijo nada, solo rozó su mano con la yema de los dedos. Fue un contacto breve, pero suficiente para desatarlo todo. El resto fue instinto.
El sillón ya no era un lugar para sentarse, sino para perderse. Sus labios se buscaron como si hubieran tenido hambre durante años. Se besaron sin prisa, pero con una urgencia silenciosa. Las manos hablaban un idioma más antiguo que las palabras, recorriendo caminos que solo se descubren con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.
Cuando la lluvia cesó, aún estaban envueltos en piel y suspiros. No dijeron nada. No hizo falta. El café se había enfriado, pero sus cuerpos ardían como si el tiempo no existiera. Y por un momento, el mundo allá afuera dejó de importar.