Al principio fue apenas una conversación, casual, sin dobleces. Él hablaba con esa voz que parecía tejida con hilos de café tostado y tardes sin prisa. Ella sonreía, más por cómo la escuchaba que por lo que decía. Había algo hipnótico en la manera en que sus silencios acompañaban sus palabras, como si cada pausa fuera una nota más en una melodía cuidadosamente compuesta.
La noche avanzaba, y el bullicio del lugar se fue apagando poco a poco. La luz tenue del bar dibujaba sombras doradas en su rostro, y ella se sorprendió observando sus manos, imaginando cómo se sentirían no en su piel, sino en los lugares donde una caricia no se da, sino se concede.
Él no hizo ningún movimiento. No fue necesario. Había algo en su manera de estar presente que le hablaba en un lenguaje más íntimo que el de los cuerpos. Una atención que desnudaba sin tocar, que hacía sentir vista en capas que creía enterradas bajo años de costumbre y rutina.
Cuando salieron, el aire fresco pareció amplificar el calor entre ellos. Él se detuvo un momento y la miró con una intensidad tranquila. Nada en su expresión pedía permiso, pero todo en su actitud lo ofrecía. Como si fuera ella quien sostenía el hilo invisible que unía ambos destinos en ese instante.
Caminaron sin rumbo fijo, hablando de todo y de nada, hasta que llegaron a una esquina silenciosa, donde la ciudad parecía olvidada de sí misma. Fue allí donde él se acercó un poco más. No la tocó. Solo acercó su aliento al de ella, lo suficiente para que su piel se estremeciera con la idea del contacto. Y la dejó decidir.
Cuando ella acortó el espacio, no lo hizo con los labios, sino con una respiración más profunda, una mirada que bajó a su boca como una confesión apenas susurrada. Él la entendió. Se acercó, rozando apenas su mejilla con la nariz, delineando un camino invisible por su cuello, sin tocar realmente, pero dejando una estela de electricidad que hizo que ella cerrara los ojos y se rindiera por completo al misterio de lo que aún no ocurría.
Y fue en ese casi, en ese no-del-todo, donde su deseo encontró un nuevo lenguaje. Porque no todo anhelo se sacia con el cuerpo. Algunos se alimentan del arte de postergar, de estirar el momento justo antes del beso, justo antes del roce. Y en esa noche, entre pasos lentos y miradas que decían más que mil palabras, ella descubrió que el deseo más profundo no siempre se grita: a veces, simplemente se escucha.