Entre las Sábanas y Tus Reglas

El vino sabía a cerezas, pero no era el sabor lo que me tenía con la piel erizada. Era su mirada. La de Lucía. Esa forma de recorrerme con los ojos como si tuviera un plan bien definido… y como si yo no tuviera opción de negarme.

—Esta noche jugamos a lo que yo diga —susurró en mi oído, con esa sonrisa que me había metido en más de un problema delicioso.

Asentí, porque cuando Lucía hablaba así, con ese tono entre orden y caricia, lo único sensato era obedecer.

Entonces apareció Sofía. Apoyada en el marco de la puerta de la habitación, con un vestido negro de satén que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. No dijo nada, solo caminó hacia mí, con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere y cómo conseguirlo.

—¿Te molesta compartir? —preguntó Lucía, mientras se colocaba detrás de mí, deslizando sus manos por mi abdomen.

—No… si me tratan bien —respondí con una sonrisa torcida.

Sofía me besó. Suave al principio. Después con hambre. Su lengua se coló entre mis labios y yo perdí el control de lo que pasaba a mi alrededor. Lucía nos observaba. Luego, se unió. Tres cuerpos, tres bocas, tres deseos diferentes pero perfectamente sincronizados.

Lucía tenía fuego. Sofía, hielo. Yo era el punto medio entre ambas. Cuando Lucía me empujó hacia la cama, no supe si quería dominarme o cuidarme. Tal vez ambas. Se quitó la blusa sin prisa, sabiendo que yo la observaba como si fuera una diosa que no merecía tocar.

—¿Te gusta mirar? —me preguntó Sofía, acercándose a Lucía para besarle el cuello.

Me limité a asentir, sin aliento.

—Pues mira bien —añadió ella, mientras le bajaba el pantalón a Lucía y se arrodillaba entre sus piernas.

Lucía jadeó. Yo creí que iba a perder la cabeza. Me mordí el labio para no gemir sin ni siquiera haber sido tocado aún.

Me desnudaron con la misma delicadeza con la que se desenvuelve un regalo. Sus manos eran expertas, sus bocas, letales. Me hicieron olvidar que el tiempo existía.

Lucía me montó como si fuera suyo. Lo era. Sofía me besaba el pecho, los muslos, me susurraba cosas que me hacían arder.

—Déjate llevar —dijo Lucía, con ese tono que no admitía discusión.

Me dejé.

Los cuerpos se entrelazaron como piezas de un rompecabezas erótico. Nada sobraba. Nada faltaba. Cada caricia era exacta, cada beso tenía su lugar.

Lucía me besó como si fuera a romperme. Sofía me lamía como si fuera su plato favorito. Y yo… yo solo podía agradecerle al universo por esa fantasía hecha carne.

Al final, los tres colapsamos entre las sábanas revueltas, empapados de deseo y sudor. Sofía me acariciaba el pecho. Lucía me miraba como si supiera que después de esa noche, ya no habría vuelta atrás.

—Esto no fue un juego —dijo ella, acariciando mis labios—. Fue una promesa.

Yo no respondí. Tenía la voz atrapada entre los gemidos que aún resonaban en mi memoria.

Porque lo que habíamos hecho esa noche… no se olvidaba.

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